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Título del texto editado:
Del romanticismo
Autor del texto editado:
Lista y Aragón, Alberto 1775-1848
Título de la obra:
Ensayos literarios y críticos. Tomo segundo
Autor de la obra:
Lista y Aragón, Alberto 1775-1848
Edición:
Sevilla: Imprenta de Calvo-Rubio y Cía., 1844


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Artículo I


Parece que en un siglo tan ilustrado como el nuestro, precedido de otros en que la razón y las ciencias han hecho notables adelantos, no debieran por lo menos pronunciarse palabras, a las cuales no correspondiese una idea fija, un valor determinado y conocido. Sin embargo de esto, y a pesar de tantos buenos libros como hay de gramática general y de ideología, se ha hecho de moda la voz romanticismo y el adjetivo romántico de donde se deriva, sin que hasta ahora se hayan dado sus definiciones ni fijado las ideas que les corresponden.

Y a la verdad no es empresa fácil. La palabra romántico no pertenece a nuestro idioma ni al francés. Es propia del inglés de donde ha sido importada a otras lenguas. Romantic en el idioma británico quiere decir lo perteneciente a novela, significación derivada de su primitiva roman. Los franceses, que tienen también esta palabra primitiva, que es muy probable pasase con otras muchas de su idioma al inglés, han admitido sin dificultad el adjetivo romantique. Mayor oposición debió haber para que adquiriese la ciudadanía en España, donde son tan antiguas las voces novela y novelesco que significan lo mismo. Pero en fin, ya está admitido el adjetivo, y limitándonos a su etimología parece que no puede extenderse su significación a más que a las cosas relativas, pertenecientes o semejantes a la novela.

Antes de que hubiese una escuela de literatura llamada romanticismo vemos usado en los escritores ingleses de más nota el epíteto romantic en sentido metafórico y aplicado a aquellos sitios campestres en que la naturaleza despliega toda la variedad de sus formas con el aparente desorden que la caracteriza, entre los contrastes de hermosas campiñas y collados amenos con montes escarpados, precipicios horribles, y peñascos estériles e incultos. La propiedad de la metáfora es visible: esos paisajes se llaman románticos, por su semejanza con los que se describen en las novelas, y que los autores pintan adornados de todos aquellos contrastes y bellezas. Por la misma razón llamaba Juvenal poética a una tempestad muy horrorosa.

He aquí cuanto hemos podido averiguar acerca del origen de la voz romanticismo. Según él, solo puede significar una clase de literatura, cuyas producciones se semejen en plan, estilo y adornos al género novelesco. Por tanto podría decirse que pertenecen al romanticismo las novelas de Longo, la célebre de Heliodoro, obispo de Trica; el Asno de oro de Apuleyo, y algunos otros escritos de la literatura griega y latina.

Pero como en esta acepción puramente etimológica no hay nada que se oponga al carácter y a las reglas de la literatura que se cultivó en los siglos de Pericles y de Augusto, a las cuales ha declarado guerra cruel el romanticismo actual, fuerza es confesar que sus secuaces comprenden bajo esta voz algo más que la simple imitación del género novelesco; y pues la oponen a la literatura clásica, es evidente que para ellos tiene más alcance, y que significa alguna cosa que sea contraria a las ideas literarias de los griegos y de los romanos. Veamos, pues, si podemos comprender lo que es.

Si observamos el espíritu y plan de la mayor parte de las producciones que hoy se llaman románticas, parece que el carácter de esta nueva especie de literatura es la completa infracción de todas las reglas poéticas dictadas por Aristóteles y Horacio. Esta creencia se fortifica observando que se contrapone la palabra romanticismo al clasicismo, esto es, a la literatura que ha permanecido siempre, y aún permanece, sometida a aquellas reglas.

Por más probable que parezca esta interpretación; por más que esté justificada por la práctica de los escritores románticos del día, aún no podemos persuadirnos de que en hombres de talento e instrucción, en ingenios esclarecidos quepa la idea de destruir toda la legislación literaria de Grecia y Roma: y no precisamente por ser Aristóteles y Horacio sus redactores, sino porque esta legislación se funda por la mayor parte en la naturaleza misma de la poesía. Decimos por la mayor parte, porque no ignorarnos que algunas de las reglas son meramente de circunstancias, convencionales y peculiares de las formas que tenía la literatura antigua. La unidad de lugar y de tiempo en el drama (para dar a entender nuestro pensamiento con un ejemplo) eran consecuencias de la escena fija e inmudable de los teatros griego y romano. Representábase en ellos con lienzos pintados un grande espacio de terreno: y no había, como entre nosotros, bastidores, telones ni mutaciones. Era preciso, pues, que el lugar fuese uno solo: y el autor de dramas más romántico de nuestros días, si hubiese de escribir una pieza para que se representase en un teatro así construido, tendría que conservar la unidad de lugar, mal que le pesase.

De la unidad de lugar se deduce inmediatamente la del tiempo; porque en un mismo sitio los incidentes deben seguirse con inmediación: mucho más, cuando no había verdaderos intermedios, pues a lo menos el coro nunca abandonaba la escena.
Nosotros leemos en Horacio las reglas que dicta a los sátiros, especie de composición desconocida en la literatura moderna; pues solo nuestros entremeses y sainetes, y más aún las parodias y comedias burlescas se les asemejan aunque no mucho.
Contaremos, pues, sin dificultad, que entre las reglas de Aristóteles y Horacio hay algunas que si bien hubo razón para dictarlas y obedecerlas, esta razón no se deduce de la esencia misma de la poesía, sino de las formas peculiares que tuvo entonces la literatura. Pero tampoco podrá negársenos que la mayor parte de ellas son inmediatamente deducidas de la naturaleza misma. Podríamos citar muchísimas cuya exactitud no podrá poner en duda el romántico más audaz. Pero entre todas recordaremos la de la unidad.

«Denique sit quodvis simplex dumtaxat et unum». ¿Hay alguna composición literaria, sea drama, novela, o diálogo, que pueda agradarnos sin inspirarnos interés? Y este interés ¿no ha de tener por objeto una persona, una empresa o una acción determinada? Si el interés principal se pierde de vista en la multitud y complicación de incidentes y episodios ¿no sentimos disgusto? Pues ese disgusto procede de ver quebrantada la ley de la unidad. Es imposible que nos interesemos a un mismo tiempo y en igual grado por muchas cosas o personas. He aquí, pues, una ley horaciana, que tienen que observar todos los poetas: y lo mismo podemos decir de las que son relativas al estilo y lenguaje poético, al tono de la composición, y a la construcción del plan de la obra, que son las partes más esenciales en las producciones literarias.

Las reglas de los antiguos fueron deducidas del estudio y observación de los modelos comparados con los efectos que debían naturalmente producir en la fantasía y el corazón: porque a esto hemos de venir siempre a parar. El genio que describe está obligado a satisfacer el gusto que goza y siente. La facultad de crear en las artes tiene por objeto complacer el sentimiento innato de la belleza que reside en el hombre. Este es el principio fundamental de la ciencia poética, y esta es la primera ley del arte: de ella se deducen las demás.

No creemos, pues, que el romanticismo, si es algo, sea una cosa tan frívola y tenue como lo sería la mera imitación de las novelas, ni tan anárquica y disparatada, como una declaración de guerra a las leyes del buen gusto, dictadas por la naturaleza, deducidas de la observación y consagradas por grandes maestros y grandes modelos. Pues si no es esto ¿qué podrá ser? ¿qué valor podremos dar a esta palabra?

Artículo II


Algunos han creído que el romanticismo actual es la literatura propia de la Edad Media, en que la epopeya se convirtió en novela, la historia en crónicas, y la mitología en narraciones de milagros fingidos. Esta opinión aislada y sin apoyarla en otras consideraciones, viene a identificarse con la primera que reduce el origen de la literatura romántica a lo que indica su etimología; esto es, a la novela, cultivada en los últimos tiempos de Grecia, pero no con tanta celebridad como en los siglos de la caballería.

Si esta opinión fuese cierta, el proyecto de resucitar en nuestros días la literatura de la Edad Media, sería tan descabellado como el de D. Quijote. ¿Cómo en una época de filosofía pueden agradar las mismas cosas que entusiasmaban a nuestros crédulos e ignorantes antepasados? ¿Cómo una sociedad culta ha de complacerse en las consejas que inventó el carácter guerrero y supersticioso de aquellos tiempos? La Europa se ha convertido en una escena política: ¿quién será tan necio que vaya a divertir a los hombres que leen periódicos y discursos de tribuna, con batallas de gigantes y apariciones de brujas y de nigrománticos? No podemos entender a Calderón que describe las costumbres caballerescas de su siglo: no sufrimos a Tirso sino a favor de su licenciosa malignidad; ¿y toleraríamos las hazañas de Amadís y de Esplandián, o los cantos de Berceo?

No queda, pues, otro origen probable para el romanticismo, puesto en contraposición con la literatura clásica de los antiguos, sino la grande revolución social que produjo en el mundo la ruina de la religión gentílica y la abolición del gobierno republicano. Estudiemos con atención estos dos hechos, y se verá como de ellos ha debido resultar una poesía nueva para los pueblos de Europa.

La religión de la antigua Grecia y de la antigua Roma afectaba muy poco el corazón y la inteligencia. Sus dogmas solo hablaban a la imaginación, y sus pompas y festividades a los sentidos. Tenían dioses, que habían sido hombres: tenían creencias, enteramente poéticas, que solo fueron en gris principios alegorías ingeniosas de los fenómenos del mundo físico o intelectual. Estaban tan poco de acuerdo su religión y su moral, que como ha observado muy bien Rousseau, la casta romana ofrecía sacrificios a Venus, y el intrépido Espartano, al miedo.

El gobierno republicano, que sobrevivió algunos siglos a la libertad de Grecia y a la república romana bajo las formas municipales, obligaba a los ciudadanos a vivir en el foro, donde desaparecían las ideas, los intereses y los sentimientos individuales, donde el hombre se escondía, por decirlo así, y solo se presentaba el patriota, el estadista, el amante verdadero o fingido del procomunal.

La sociedad, donde reinaban esta creencia y esta clase de gobierno, debía entregarse más bien al estudio de la política que de la moral. Pocas veces reflexionaría el hombre sobre sí mismo, porque toda su atención absorberían la ambición o el bien de la patria. El gobierno republicano exige además, como condición indispensable de su existencia, la esclavitud doméstica; porque sin esclavos que cuiden de los negocios de la casa, mal podría el ciudadano acudir a los públicos en el foro. El amor era desconocido en las épocas de buenas costumbres: entonces cada joven recibía su esposa de manos de sus padres. Lo mismo sucedía en los tiempos de corrupción; pero esto era en el siglo de oro de las mujeres prostituidas. El divorcio llegaba a ser un adulterio legal; y la atracción de los sexos solo era una potencia meramente física. Quien no lo crea, lea a Ovidio y a Petrarca.

Veamos ya qué especie de literatura convenía a esta sociedad. Solamente podía cantarse en ella el patriotismo y el amor físico, embellecidos con ficciones y alegorías mitológicas, mas no los sentimientos interiores del hombre, que o no existían o para nada se consideraban, no la lucha de los afectos y de las pasiones con el deber: no el deseo innato o inmenso, pero vago, de felicidad, que reside en el alma humana. Como la religión gentílica no revelaba al hombre el misterio de su existencia, como la forma de gobierno no le dejaba tiempo ni atención para estudiarse a sí mismo, los poetas más grandes de Grecia y Roma solo pintaron lo que veían en la sociedad: pasiones, vicios y virtudes; pero consideradas en general, y no modificadas según las circunstancias particulares de cada individuo, costumbres más o menos feroces según la cultura de las épocas, caracteres dotados de cualidades universales, y en las cuales nada vemos del interior del individuo, solo vemos las formas generales del ciudadano.

A la religión de la imaginación sucedió la de la inteligencia. El hombre reconoció que era un deber suyo, estudiarse a sí mismo, luchar contra sus propias pasiones y someterlas al yugo de la razón. El hombre reconoció en todos los demás a hermanos suyos a quienes tenía obligación de amar, y cesó por consiguiente la esclavitud doméstica. El hombre, en fin, reconoció en su esposa un ser inteligente que debía acompañarle en la carrera de la vida, y que debía gozar de su libertad al mismo tiempo que le obedeciese; el bello sexo quedó emancipado, y el amor moral, fundado en la estimación y en la elección mutua, nació entonces.

Al gobierno republicano sucedió el monárquico bajo diferentes formas; pero todas templadas por el principio del cristianismo, enemigo de la tiranía al mismo tiempo que del desorden. Los ciudadanos tuvieron a la verdad una patria que defender y que sostener, mas no era necesario que viviesen en la plaza pública, merced al sistema representativo, imitado de los concilios del cristianismo, que les permitía vacar a sus negocios domésticos, ejercer sus profesiones y atender sin necesidad de esclavos, a los intereses de su casa y familia.

Claro es que una sociedad así constituida, necesita de una literatura muy diferente que la de Pericles y de Augusto. Su poesía cantará la patria y los héroes; pero al describirlos no omitirá las luchas interiores que sufrieron para hacer triunfar la virtud de las pasiones. Cantará el amor: porque cui non dictus Hylas? pero lo ennoblecerá, pintándolo como una especie de culto, como un tributo debido no solo a la hermosura sino también a las prendas del alma. Presentará en el teatro esta y las demás pasiones, pero siempre con un fin favorable a la buena moral. Escribirá novelas en las cuales, en medio de episodios interesantes, no se olvidará de penetrar en los más íntimos senos del corazón humano y de arrancarle a la naturaleza sus secretos. Hará descripciones de las escenas más bellas del universo; pero siempre las enlazará con una verdad de sentimiento o de costumbres. Pintará los deseos del hombre, pero de modo que se conozca la insuficiencia de los placeres de la vida para colmar su felicidad. Y en fin, cuando cante la religión, se elevará su alma a las regiones desconocidas que nos ha revelado el sacro poeta de Sión, y su fantasía, embellecida con las luces de la inteligencia, formará cuadros muy superiores a los de Homero y Píndaro: porque cada imagen será un sentimiento y cada idea una virtud.

Esta es la diferencia que encontramos entre la literatura antigua y la que conviene a los pueblos monárquicos y cristianos que habitan la Europa de nuestros días. Si el romanticismo ha de ser algo contrapuesto al clasicismo, no puede ser otra cosa sino lo que acabamos de describir. En el punto de vista en que hemos colocado la cuestión, ha recibido todo el alcance que puede tener, y que efectivamente le han dado ya algunos genios del primer orden. Es verdad que en los siglos bárbaros, sin luces, sin cultura, con idiomas informes, poco mérito pudieron tener las primeras producciones de la nueva literatura. Pero vinieron los tiempos de Petrarca, Tasso, Shakespeare, Milton, y entre nosotros, de Herrera, Rioja, Lope y Calderón, y se conoció entonces cuáles eran los medios de interesar a la sociedad europea.

Pero ¿cumple el romanticismo actual las condiciones necesarias de la literatura cristiana y monárquica, cual la exige, cual la quiere el espíritu social de nuestros días? Examinaremos esta cuestión en otro artículo.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera