Todos los años al acercarse el 6 de diciembre vemos como
proliferan los actos que festejan el nacimiento de nuestra
Constitución. En colegios, institutos, organismos oficiales, etc.,
se organizan todo tipo de actos y conferencias con la intención de
conmemorar cada nuevo aniversario de la norma Fundante y con la
loable finalidad de divulgar su conocimiento. Desde el punto de
vista político, la Constitución es un documento importantísimo. La
Constitución viene a ser, permítasenos la metáfora, el libro de
instrucciones de la vida política; en ella se describe al Estado. Es
el documento que contiene las reglas del juego político a las que
debe de someterse el Estado. En ella se detallan y describen los más
importantes órganos, se fijan sus poderes y competencias, se
describe su forma de funcionamiento y se indican cuales son los
derechos del ciudadano que el Estado no puede (no debiera) vulnerar.
Por eso resulta tan importante que, como ocurre en los juegos, todos
estemos de acuerdo en las "reglas que la componen", es decir, en los
contenidos del texto constitucional. Además, cuando unas reglas
(consensuadas en su generación) han servido y se han demostrado
eficaces durante varias décadas de vida política, parece lógico
pensar que cualquier enmienda que se proponga sólo deba prosperar
(en su caso) si en la "voluntad de reforma" sigue prevaleciendo el
consenso (tan habermasianamente demandado), de lo contrario, si en
una Constitución se empiezan a abrir fisuras, producto de reformas
no consensuadas (interesadas), lo lógico, como cuando dañamos la
estructura de un edificio, es que la Constitución empiece a
mostrarse frágil e incapaz de seguir siendo el elemento vertebrador
de una comunidad política. No es aconsejable arriesgar los cimientos
de la convivencia. Como bien saben arquitectos e ingenieros, (o como
diría mi amigo Emilio, "el perito español") toda reforma que
toca estructuras conviene hacerla muy cautelosamente.
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