La sentencia del caso Bretón
Si en algo
estaba todo el mundo de acuerdo, incluida la defensa de José Bretón, era en
que no podía haber mejor magistrado-presidente para el Tribunal del Jurado que
Pedro J. Vela. Y no ha defraudado. Ya sus autos y la redacción del objeto
del veredicto, vaticinaban cómo sería la sentencia: muy elaborada, con gran
rigor jurídico y apoyo jurisprudencial, coherente con el jurado; con un
lenguaje asequible; absolutamente respetuosa con la presunción de inocencia
del acusado y con mucha sensibilidad. Ello denota que su redactor es hombre
de bien, sabio y justo, para la principal víctima –asesinados los niños– de
tan execrables delitos.
De la minuciosa
y extensa sentencia (veintidós folios), todas las cuestiones esperadas han
sido recogidas. La excelsa labor del jurado, que ha hecho que se vuelva a
creer en tan criticada y denostada institución. Basar la condena, al no
haber pruebas directas, en pruebas indiciarias: La inverosimilitud del
testimonio del acusado y la verosimilitud, en contrapartida, del testimonio
de los testigos. La imputabilidad y consecuente responsabilidad penal de
José Bretón, a pesar de los rasgos de su personalidad. La explicación
plausible a su «aberrante» conducta criminal. La coincidencia de todos los
peritos intervinientes, incluido el de Josefina Lamas, en la esencia humana
de los restos óseos y dentarios, amén de la no manipulación de éstos y, en
consecuencia, la no vulneración de la cadena de custodia.
La
irrelevancia, a efectos de fundamentar la condena, de la desaparición de
una de las muestras. La intrascendencia de no saber la exacta causa de la
muerte, lo que no quita que se trata de una muerte homicida y violenta. O
la aplicación de la figura delictiva del asesinato (alevosía) con la
agravante de parentesco más la condena por la pena máxima solicitada. Así
también la no concesión del tercer grado hasta el cumplimiento de la mitad
de la condena y la no devolución a su madre, hasta sentencia firme, de los
restos óseos de sus hijos... Todas estas cuestiones han sido tan bien
desgranadas y, sobre todo, fundamentadas jurídicamente por Vela que será
bastante complicado que los hipotéticos recursos de la defensa lleguen a
prosperar.
Aun a riesgo de
resultar repetitivo, debe insistirse en que la condena por pruebas
indiciarias en nuestro Derecho es perfectamente admisible para fundamentar
una condena. En el «Caso Bretón», no hay prueba directa porque no se pudo
obtener el ADN. No obstante, el cúmulo plural de indicios existente, entre
ellos el de los restos óseos y dentarios pertenecientes a dos niños de seis
y dos años, permite inferir de forma racional y lógica que quienes fueron
calcinados en la hoguera de la finca eran Ruth y José, de las mismas
edades. El ataque a la cadena de custodia tampoco prosperará. Ni siquiera
la «desdichada e irrespetuosa» frase de Josefina Lamas («los huesos se
habían ido de copas») o la alusión a la desaparición de la muestra 8
servirán, por su irrelevancia jurídica, para ponerla en entredicho.
San Agustín
decía que «errar es humano; perseverar en el error es diabólico». Y no lo
digo por la técnico de la Policía Científica sino
por sus superiores o por los responsables de la investigación, que dejaron
que los restos óseos fueran examinados por una única persona. Esperemos que
no vuelva a ocurrir, y no sólo por el alto coste económico que ha tenido
para el Estado y otras instituciones, sino por el sufrimiento para los
familiares de la víctima, amén de que una pronta identificación podría
seguramente haber producido el derrumbe psicológico del sospechoso y su
confesión.
En caso de que
Lamas no hubiese rectificado tampoco habría pasado nada ya que en nuestro
sistema procesal la valoración de la prueba se sujeta a las reglas de la
sana crítica. El legislador se ha decantado por este sistema frente al de
prueba tasada. Y en este caso el jurado habría tenido, en contra del
parecer de una única persona, la opinión unánime de once.
Frente a lo que
se podía esperar, la alevosía no se ha fundamentado por el magistrado en el
uso por parte de Bretón de unos medicamentos (Orfidal
y Motivan) que habrían anulado las posibilidades de defensa de sus dos
hijos. El motivo por el que lo hubiera hecho –por ejemplo para que no
sufrieran– no es incompatible con la finalidad (requisito subjetivo de la
alevosía) de buscar también anular las posibilidades de defensa (como quien
da un narcótico y después mata). Tampoco se ha podido demostrar si la
mezcla explosiva de dichos medicamentos ocasionó directamente la muerte de
los desdichados infantes, en cuyo caso la defensa hubiera podido barajar
–no haya sido su estrategia– la tesis del homicidio imprudente.
Para no ofrecer
dudas de que la muerte de Ruth y José fue alevosa, el juez Vela ha
entendido que se trata de una de las modalidades de alevosía admitidas por
el Tribunal Supremo: la de prevalimiento o
desvalimiento. Esto es, aquélla en la que el autor se aprovecha de la
situación de indefensión en que se encuentra la víctima, en este caso unos
niños de seis y dos años. Si bien admitida por la jurisprudencia y un
sector de la doctrina penal, hay otros autores que piensan que su
apreciación, dada la letra del art. 22.1 del Código Penal –en la
interpretación se objetiva la agravante prescindiendo del requisito
subjetivo–, supone un supuesto de analogía en perjuicio del reo, vulnerando
con ello el principio de legalidad. Aunque por tal razón la defensa pudiera
recurrir, la postura del Supremo es clara.
Tampoco es
revisable por el tribunal superior la concreta pena que haya impuesto el
órgano inferior si ésta se impone de acuerdo a la ley. Y en este caso, el
marco penal va, al concurrir la circunstancia mixta de parentesco como
agravante –debería recuperarse la figura del parricidio–, de 17 años y seis
meses a 20 años. Los veinte años fijados por cada muerte entran, pues,
dentro del límite legal. No hay arbitrariedad alguna en la decisión del
magistrado-presidente al haberse motivado (premeditación de José Bretón y
su carácter despiadado en la ejecución).
En cuanto al
tema de la responsabilidad civil (500.000 euros para la madre, aunque no
hay dinero que moralmente pueda compensarla), su pago se antepone a la
indemnización al Estado, a las costas de la acusación particular, a las
demás costas procesales y a la multa (orden de prelación para el pago).
Como en la mayoría de las ocasiones los condenados son insolventes, en el
caso de las víctimas del terrorismo y de –como es el caso– delitos
violentos y contra la libertad sexual, hay ayudas públicas. Las segundas, a
diferencia de las primeras, son incompatibles con la efectiva percepción de
la indemnización de daños y perjuicios fijada en la sentencia.
HERMINIO R. PADILLA ALBA
es profesor de Derecho Penal de la UCO
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