Mezquita Aljama

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Bien de interés cultural, excepcional tesoro sentimental y espiritual, imposible de interpretar sin la Historia Total o el devenir de los días en sus gentes. Córdoba y su Mezquita, la del Barrio de la Catedral, prevalecen unidos inexorablemente en esta ancestral paradoja “como el pericardio al corazón” que cantara el poeta Ibn Zaydun.

Si hubiéramos de creer algún fragmento en árabe de El manuscrito de Tamagrut hubieran rezado aquí los coetáneos de Salomón, bajo las reglas de la Tora, “hasta que Dios envió a Jesús (…) y se difundió el cristianismo”. Según Ocaña Jiménez o García Gómez, su condición sagrada se remonta a la época visigoda, cuando se alzó la primera basílica, la de San Vicente, demolida en el 785. Veinte años atrás, el príncipe Omeya Abderramán I, El Inmigrado, había tomado pacíficamente Córdoba, con un turbante blanco por bandera, recibiendo luego en la Mezquita la consagración como emir, y el juramento de obediencia de los cordobeses.

Ocupada en su mitad por la primitiva iglesia, compartió espacio con el nuevo credo de Mahoma desde el 751. En septiembre del 768, murió el emir dejando inconclusa la obra, tras comprar su parte a los cristianos por la suma de 100.000 dinares, y el permiso para construir sus iglesias en el entorno de la Medina. Abderramán II y Alhakem II serán los artífices de las dos ampliaciones hacia el Sur entre los siglos IX hasta mediados del X. La obra concluye a finales del X con Almanzor y la nave más espaciosa y tosca, al Este.

Con la llegada de Fernando III, El Santo, en 1236, se ocupa Córdoba y la Mezquita, sin alterar los cristianos el perímetro de esta Aljama. Las capillas y la Catedral futuras, se alzarían en el espacio acotado por los Omeyas y por el caudillo amirí. Ahora el recinto acogerá, sin cambiar su estética y como en el origen, las oraciones al dios recién llegado; el los castellanos viejos. Sobre los 23.400
metros cuadrados de la Mezquita Aljama -la más grande existente después de la Meca- pronto se levantan sendas capillas, la de Villaviciosa y la Real, la primera en el espacio más hermoso del legado andalusí, El Lucernario de Alhakem II cuya arquitectura se adelantó a su tiempo en 300 años, también en estética y belleza. De ahí que la destrucción de parte de este espacio, arrancara siglos después las ya legendarias palabras de dolor, al mismísimo Carlos V en su primera visita a Córdoba: “Si yo hubiera sabido lo que esto era, no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo: porque faceis, lo que hay en otras muchas partes, y habéis defecho lo que era único en el mundo”. Pero el nieto de La Católica, ya había mediado en el pleito entre el obispo Alonso Manrique, partidario de alzar la Catedral, y el Concejo Municipal enemigo de alterar el Lucernario; ya los muertos de las familias nobles y los clérigos, comenzaban a ocupar las zonas laterales, todavía con el Mirhab como referencia y orientación espiritual.

A finales del siglo XIII, la oración y la puerta de acceso habían mirado hacia el Este, soñando con lo que sería, entre los siglos XV al XVII la actual catedral renacentista. Se consigue así, otra de las peculiaridades del monumento: la confusión del visitante, caminando por su interior en diagonal, perdido entre las dos orientaciones.

La entrada al templo se mantiene actualmente donde estuvo la primera Mezquita. Unos leves montículos en el suelo marcan el primitivo contorno de Abderramán I, con los restos visigodos hoy visibles. Hacia el Sur, otra pequeña rampa señala la ampliación de Abderramán II, ocupada en parte por la Capilla de Villaviciosa y, al final, la parte más hermosa: la de Alhakem II, con el lucernario y el Mirhab, colocado en el 966 -ya a sabiendas de su errónea orientación hacia la Meca- , quedando la gran nave de Almanzor a la izquierda de todo el recorrido y en el centro la Catedral y sus bóvedas blancas, luminosas que vertieron claridad al templo cristiano, ya en pleno Barroco.

El resultado final, es esta concatenación arquitectónica y espiritual que recoge todo el sentir y el saber de la historia de Córdoba.

Todos los perfiles de la inmensa llanura que es la ciudad, son dominados desde la cúpula barroca de la torre, en el muro de la puerta principal, la del Perdón. Más allá de la piedra, bajo el bronce fundido, permanecía oculto hasta noviembre de 2014 el último de los minaretes (ahora visitable), el de Abderramán III, desde el que los Reyes Cordobeses escucharon sus cinco llamadas a la oración, como escucharon luego los cristianos el lenguaje de las campanas.

La torre reina en el patio que fue de las abluciones y tuvo su primer alminar, señalado en la piedra, donde hoy crecen los naranjos y el agua. Un lugar que quedó escrito, con caracteres árabes, entre los legendarios del Paraíso que se llamó al-Ándalus. Esbeltas palmeras y pájaros parlanchines; contadores de cuentos que voceaban hermosas leyendas, cuando el aire olía a aloe y a todos los perfumes que emanaban de las arcadas abiertas de la Gran Mezquita. Aromas de día sagrado y linos blancos, de perfumes purificadores expandiéndose por las callejas y los zocos. Más allá de la ensoñación, la presencia de la Catedral en el corazón mismo de la Mezquita quizá salvó al templo, permitiendo su conservación hasta nuestros días; para discordia de los hombres y gloria de la ciudad siempre a merced de los dioses por ellos inventados.

Inshallah

Hacía muchos meses que el califa languidecía irremediablemente, sin que nadie supiera explicar las razones. Enfermo de una tristeza ausente, vagaba por el Alcázar como espectro que persigue de forma estéril su propia sombra, esquiva y vaporosa.

¿De qué le servía el poder del que tanto alardeaba ante el mundo, si no tenía quien calentara sus labios en la soledad gélida de las madrugadas…?

¿Cómo enfrentar la multitud codiciosa de sus veladas concubinas, si sólo ofrecían consuelo a su carne, incapaces, en su sensualidad fingida, de calmar los anhelos más secretos e insondables de su espíritu?

El futuro era un azar; el presente se hacía pasado en el momento mismo de pensarlo; el vivir lo angustiaba hasta robarle el aliento…

*****

A pesar de tenerlo todo desde que vino al mundo, había sido verdaderamente feliz muy pocos días en su ya larga existencia (que tantos habrían cambiado sin dudarlo por la suya). Quizá, alguno, acurrucado en el regazo de su madre, del que emanaban siempre, envolviéndolo como un manto protector, aromas de almizcle y jazmín, limón y canela. También, la mañana aquélla en que, con sólo seis años, su padre lo subió por primera vez a caballo para llevarlo con él a recorrer la sierra, sentado delante para mostrarle cómo manejar las bridas; bien sujeto, como si nunca le fuera a faltar. Era un animal colorado, grande, lustroso y bravo como su dueño, que disfrutaba entonces de sus años de mayor lozanía, duro como el mármol, fuerte como rama de roble, aparentemente eterno como lo son los recuerdos. La brisa en su cara, el abrazo de su progenitor en torno al pecho, la sangre de la bestia bulléndole bajo los muslos, marcaron de forma indeleble su despertar al universo, inconsciente aún de que nada es para siempre. Por fin, la primera vez que despertó a su lado, un amanecer de junio tan rutilante y translúcido que parecía creado exclusivamente para celebrar su iniciación. Emocionado, cual femenil rapsoda, hasta las lágrimas (estranguladas, sin embargo, por su alma de guerrero), corrió a recibir el día desnudo y exultante entre los trigos, que añadían reflejos áureos, fecundidad y aromas a paja y pan presentido al entorno de la almunia en la que se había retirado para gozar despaciosamente la calidad y la calidez, el fuego y el ardor, la ternura y el hambre, hasta entonces inéditos, de su primer amor, de aquella Fátima venida de Oriente cuyo rostro llevaba impreso desde entonces en el alma como un tatuaje. Fue una proyección material de su propio espíritu que, como flor fugaz de juventud, no tardaría en serle arrebatada, tributo particular de la muerte a su felicidad perecedera mientras daba luz al príncipe destinado a sucederle.

Su desaparición lo dejó devastado.

¿Cómo evitar caer traspasado por puñales de melancolía, aplastado por el peso de la ausencia, ahogado por la voz trémula del mar sin retorno que los separaba?

Definitivamente, tenerlo todo no era suficiente…

Él buscaba algo más que el lujo muelle y las lisonjas cortesanas: la arena cálida y acogedora del desierto deslizándose como polvo de oro entre sus dedos huérfanos; una fuente de cristal y transparencias de espejo de la que beber en silencio cada mañana; la limpidez inigualable del rocío sobre las rosas; la suavidad dulce de su pecho virgen, cargado de futuro; el fulgor rojo del vientre de una granada; la fuerza beduina de sus ojos azabache; la embriaguez placentera y saciante de los primeros higos; la carnalidad púrpura de sus velos al desprenderse; la textura melosa del dátil; la suavidad de zafiro de sus labios vírgenes; el sabor atávico de la leche recién ordeñada…

Necesitaba querer y que lo quisieran; amar con la fuerza y la candidez del niño agarrado a las crines de aquel pura sangre rojizo que sentía en su espalda la respiración jadeante del padre muerto; respirar al unísono esencias de clavo y de mirra; entregarse y que se le entregaran, sin reservas; cuidar y ser cuidado; amar y ser de verdad correspondido… Algo tan fácil en apariencia que, en cambio, disfrutaban sólo unos pocos tocados por la vara de la fortuna; un ejercicio de alquimia del que ni siquiera sus hechiceros y astrónomos conocían la fórmula, por más pócimas que le prepararan.

En aquellas condiciones, se le hacía difícil incluso acudir cada día a la Mezquita Aljama. Ya no le servían de estímulo las miradas de arrobamiento que observaba en su pueblo cuando admiraban sus obras más recientes en la fachada que daba al patio. Como correspondía a su rango, llegaba al templo a través del sabat, sin ver ni ser visto; una cautela que, de pronto, había empezado a asfixiarlo. Las jaulas comprimen las almas, por más que jamás alcancen a retenerlas del todo. Si seguía así tendría que consultar a sus médicos, aun cuando decidieran atiborrarlo de drogas. ¿Cómo, si no, erradicar aquel desconsuelo que le consumía los tuétanos cual gangrena…?

*****

Ocurrió durante uno de los rezos.

La inquietud que lo asistía le impedía concentrarse en los sagrados versos que recitaba pomposamente el imán, y entretenía sus cuitas paseando los ojos por el bosque callado del interior del edificio motivo de admiración en todo el Islam. No sabía cuánto tiempo llevaría allí; ni siquiera si ya estaba cuando empezó su ponzoña, pero de pronto lo vio. Era un pajarillo diminuto de tonos irisados y alas poderosas, semejante a una golondrina, que debía haberse introducido en el templo subrepticiamente y no atinaba a dar de nuevo con la salida. De pronto, las miradas de ambos se cruzaron. Durante unos instantes el ave detuvo su vuelo, se mantuvo frente a él agitando rítmicamente las alas con un batir de reflejos multicolores que le recordó la cola abierta de un pavo real, y luego, como si lo invitara a seguirlo, fue a posarse en una de las arquerías de la nave central, donde permaneció, inmóvil, hasta que él volvió al Alcázar.

Las audiencias del día, los asuntos de Estado, las presencias, y también las ausencias, le hicieron llegar a la noche sin volver a acordarse de lo sucedido en la Gran Mezquita. Lo habría olvidado, de hecho, si la escena no se hubiera repetido, detalle por detalle, en los días siguientes. Cuando él ocupaba su tribuna, el pájaro aparecía no sabía bien de dónde, aleteaba unos instantes ante sus ojos y volaba después hasta posarse, indefectiblemente, en el mismo punto, entre arcos de herradura, versos del Corán en escritura cúfica y mosaicos polícromos importados de Oriente. Tras su particular coreografía, quedaba inmóvil y estático, mirándolo con afanes de humano, como si fuera portador de algún mensaje que no sabía bien cómo transmitirle.

Su vuelo, su forma, su prestancia, le recordaban otros similares que admiró un día cuando acompañó a su padre en una embajada a Oriente y les llevaron al monte Ararat, en Armenia, que allí llaman “la tierra de los hijos de Hayk”, uno de los descendientes del mítico Noé, y también el Gran Monte del Dolor. Mientras su padre debatía asuntos de Estado y concertaba su primer matrimonio bajo la jaima principesca que les habían preparado, él, tímido aún, se escabulló a un lugar apartado desde el que pudo gozar en libertad las aguas azul oscuro del lago que se abría a sus pies, mientras dejaba penetrar hasta lo más profundo de sus pulmones los aromas penetrantes y desconocidos que lo rodeaban. Estaban a varios miles de metros de altitud, entre nieves en retirada que poco a poco morían en el cráter del volcán transformado ahora en masa insondable de agua y vida, y el vértigo luchaba por imponerse. Al fondo, la flauta lejana de algún pastor ponía ecos seductores de Arcadia a la escena, anunciando la primavera.

Fue entonces, antes incluso de conocer a su Fátima, cuando aquella misma avecilla apareció por primera vez en su vida. Después de revolotear varias veces sobre él emitiendo un sonido que parecía más palabra que canto, más voz que susurro, se lanzó en picado sobre las aguas y emergió de ellas con un diminuto pez en el pico. A continuación, alardeó unos instantes de su pericia ante los ojos jóvenes que lo estudiaban, y desapareció para siempre. Fue algo hermoso. Le permitió disfrutar en su estado puro la naturaleza particular de aquel país remoto; dejó en su alma un presagio de felicidad interrumpida que ahora, de pronto, lo zarandeaba con fuerza.

Íntimamente convencido de que todo era fruto de su ruinoso estado de ánimo, una coincidencia destinada a remover aún más los fangos de su pena ya vieja (pero no por eso atemperada), ordenó a su visir que diera las instrucciones precisas para que aquel extraño pájaro fuera capturado. Lo quería vivo; necesitaba comprobar si se trataba de una especie local, o realmente tenía algo que ver con aquel otro que dormía entre fragancias de Oriente en alguno de los pliegues de su memoria. En tal caso, tendría que rendirse a la evidencia. Tal vez Alá, del que se sentía huérfano hacía varios años, recurría para atraerlo a su lado de nuevo a uno de los momentos más entrañables de su adolescencia, que hasta entonces había guardado celosamente en el recuerdo.

*****

Entre cuchicheos de los cortesanos, el visir dio orden de atrapar al ave, que en su desesperación terminó huyendo a través de una celosía tras golpearse repetidas veces con sus labores de filigrana. No había que descartar, por tanto, que yaciera muerto o irremisiblemente maltrecho y a merced de los depredadores en cualquiera de los tejados vecinos; tal vez, incluso, en el río. Sin embargo, su traumática desaparición no acabó con la obsesión del califa, que, después de mandar azotar a los causantes de tamaño desaguisado, volvió a la mezquita, la mañana siguiente, íntimamente esperanzado en que el suceso hubiera sido sólo una pesadilla. Compungido, fijó sus ojos durante el rezo en el lugar en que cada día se posaba el pajarillo y, de pronto, comprendió.

Maldiciéndose por no haber sabido captar su mensaje antes, leyó para sí con deleite; acarició con los ojos los perfiles curvos, los picos y quiebros de las hermosas letras que componían el verso coránico labrado en mármol sobre la arquería de la nave central: Quien se somete a Dios y hace el bien se agarra al asidero más firme. El fin es siempre Dios. Busca en tus orígenes.

¿Cómo podía haber estado tan ciego? Llevaba media vida con la solución ante sí, sin apercibirse de ella…

Aquel día le faltó tiempo para volver al Alcázar, donde impartió órdenes con la misma resolución de sus mejores momentos, animado por la convicción firme de que era uno de los dueños del mundo.

Cabía, sin duda, el riesgo de equivocarse, pero en cualquier caso merecería la pena intentarlo.

- Preparad todo: emprendemos viaje de madrugada. Insha’Allah