Arrabal de Saqunda

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La verdad desterrada

Despierto cada día contemplando el verde turquesa de sus aguas, arropado por los últimos fulgores de su faro, oyendo el rumor del gentío que poco a poco invade las calles mientras las llena, otra vez, de actividad y bullicio. Sin embargo, el ir y venir incesante de las olas no consigue borrar de mi frágil memoria la fuerza indómita del gran río, más turbio e impredecible, que un día, ya lejano, dejé a mis espaldas; la luz que guía a navegantes y es asombro del mundo poco puede hacer para provocar en mí el goce místico que encontraba entre los arcos superpuestos de su Gran Mezquita; su gente, con ser más numerosa y vocinglera, apenas logra disipar el recuerdo inmarcesible de una mañana de julio en el zoco vecino a la Judería.

¿Puede, acaso, la ausencia pesar como el plomo…?

¿Puede doler como herida abierta en el costado mientras llega el olvido?

¿Es posible anular ecos, aromas, sabores, texturas…, grabadas a fuego en los sentidos, para disfrutar otros nuevos sin interferencias?

¿Puede, en definitiva, la añoranza vencer, sin remisión, al vigor y la fuerza…?

Me llamo Mohamed al-Rusi, y soy un expatriado; un pobre ser negado desde hace ocho años -¿o han sido ocho siglos…?- a la belleza; incapaz para la alegría desde el momento mismo en que los perdí y dejé para siempre de verla; muerto y amortajado sin haber parado de respirar un solo día; alguien que, tronchado cual rama por un viento helado, estaría dispuesto a renunciar definitivamente a ellas (belleza, alegría, vida…), a cambio del privilegio único -incluso, si fuera irrepetible- de ver por última vez atardecer sobre sus murallas.¡Tanto me falta…!

*****

En el año ciento ochenta y nueve de la Hégira, setenta y dos de los notables más importantes de la ciudad fueron crucificados a orillas del río por orden del gran emir Al Hakam, hijo de Hisam, tras haber fraguado una sublevación contra él, descubierta antes de que se materializara por la traición de uno de los conjurados. Poco después, un primer amotinamiento del pueblo lo hizo volver desde Mérida en sólo tres días tras ser llamado con urgencia por sus visires y zabazoque, y terminó con el inspirador de la revuelta crucificado también, boca abajo, y varios de sus secuaces degollados como animales. Fueron dos situaciones extremadamente traumáticas que mantuvieron a Qurtuba casi en pie de guerra y dieron buena prueba de la actitud de Al Hakam con relación a su pueblo, de su exceso de piedad y su ausencia de misericordia.

Sólo un año después la situación parecía haberse calmado. Suspicaz, no obstante, el Omeya dio orden de reforzar la muralla, reparó sus portillos, ahondó el foso y aumentó, si ello era todavía posible, su nivel de terror sobre nosotros, sus súbitos, que calmábamos nuestra frustración -algunos, además, su sed de venganza- desahogándonos como podíamos en corrillos dispersos por zocos, plazas y mezquitas que, obviamente, no pasaban desapercibido a los espías del sultán. Mientras él, sin prisa, pero también sin pausa, reclutaba nuevos hombres, reforzaba la milicia, adquiría cada vez más armas y pertrechos y aumentaba el número de sus esclavos y siervos incondicionales, el arrabal en pleno, asustado por las noticias terribles que llegaban de Toledo, decidió por fin guardar su inquina en el fondo del alma y durante más de una década vivimos -o, mejor, sobrevivimos- como si no pasara nada. En el fondo, unos y otro nos preparábamos para el incendio definitivo, que en el año doscientos dos (ochocientos dieciocho de la Era para los cristianos) acabaría sirviéndonos de pira funeraria.

Hablo del arrabal de Saqundah, un barrio populoso de viejos ecos hispanorromanos (su nombre deriva del miliario alusivo a la segunda milla de la vieja via Augusta), construido al otro lado del río; el gran arrabal de Qurtuba, la capital del Emirato Omeya de Occidente, donde vivía y trabajaba una densa población de artesanos, propietarios de tierras, agricultores y jornaleros que, como sólo quería la paz, se mostraba bien dispuesta a ir a la guerra para no perderla. Y no lo hicimos solos.

Pertenezco a una familia de origen cordobés y cristiano, con derechos seculares de alcurnia y progenie. Además, soy musulmán de nacimiento, en nada diferente por tanto a los grupos que rodeaban al emir, privilegiados sólo por haber venido de Oriente. Los que éramos como yo reuníamos lo mejor de las dos razas y, en cambio, vivíamos injustamente subyugados. En Saqundah, pues, eclosionó sin nadie pretenderlo el odio acendrado entre los pobladores vernáculos de la zona: muladíes y conversos nunca sometidos del todo, que nos sentíamos -lo éramos, de hecho- despreciados y excluidos por la casta oficial de los árabes procedentes de Siria. Un conflicto social, en último término, gobernado, como tantas otras veces en la historia, por la tendencia del hombre a sojuzgar a otros hombres por considerarlos inferiores.

*****

Fue un miércoles, cuando habían transcurrido ya trece noches desde el inicio del Ramadán, a siete días de que concluyera el mes solar de marzo.

Desde muy joven, he dedicado todo el tiempo posible al estudio del Corán y de la Sunna, leído cuanto manuscrito ha caído en mis manos sobre el mundo grecorromano, por el que siento verdadera fascinación (Qurtuba no sería nada sin su herencia), practicado la poesía y padecido afanes de filósofo, actividad esta última que, mejor o peor, he seguido ejerciendo después de mi exilio, y que tal vez me ha salvado de volverme loco, arrojarme al mar o dejarme devorar por los cocodrilos; o por el contrario, me ha condenado sólo a seguir vivo, no sabría discernirlo bien. Pero como el espíritu no da de comer al hombre, regentaba también una tienda de sedas en pleno corazón del arrabal, y, para inquietud mía y de mi familia, venía percibiendo desde hacía ya muchos días que el viejo resquemor se adueñaba otra vez de los corazones, que nadie estaba dispuesto a soportar más vejaciones por parte de Al Hakam y sus secuaces; que la chusma, olvidados ya los ecos sobrecogedores de la matanza del foso en Toledo, se mostraba cada vez más atrevida; hasta que prendió la mecha…

Fueron causas determinantes la imposición de un diezmo anual por el cereal sin estimación previa de cosecha ni fundamento en el deber del azaque o limosna real, que lo hacía extraordinariamente gravoso; los excesos, escarceos y correrías amorosas y sexuales del emir y sus notables a costa de las vírgenes del arrabal -la mayor parte de ellas muladíes, razón principal que a su entender justificaba el pecado-, por más que tuvieran lugar en la intimidad; la acción permanente de agitadores, que llegaban incluso a tildar de borracho al sultán, amparados en la multitud, o las ofensas por parte de algunos de ellos a las hijas de éste, contraviniendo los preceptos del Corán y de la ley islámica, al margen de lesionar gravemente su honor.

El motivo último podría parecer de lo más fútil; sin embargo, en el ambiente de crispación que vivía el arrabal desde hacía muchos meses (bien alimentado por el odio y el resentimiento que quien más y quien menos albergaba en su corazón por los mil agravios sufridos desde aquel ya lejano ciento ochenta y nueve de la Hégira) fue suficiente. Un esclavo del emir entregó a uno de los bruñidores del zoco, que tenía el taller vecino a mi tienda, una espada roñosa para que la restaurase. Al argumento del artesano de que debería guardar turno como el resto de los mortales, el mameluco correspondió con ira desmedida e insultos y, sin mediar más ofensa, en un desprecio absoluto por la vida de quien no era de los suyos, tiró de daga y mató al herrero.

La noticia se extendió cual mancha de aceite, y enseguida empezó el tumulto, sustentado en principio por los habitantes del arrabal meridional, los que por vivir frente al Alcázar sufrían más los desmanes de aquellos sicarios, si bien pronto el levantamiento era general y se sumaban a él incluso gentes venidas desde la medina. Como por ensalmo, una muchedumbre integrada por intelectuales, comerciantes y alfaquíes (siempre nacen flores en los basureros…), además de la grey arrogante, grosera, ignorante y malediciente con la que se nos identificó en conjunto para calumniarnos, afear nuestra conducta y justificar el ataque, ocupó en pocas horas el zoco frente a mi tienda, ya de por sí el más populoso de la ciudad, armados con lo primero que encontraron al paso. Los oradores empezaron de forma espontánea a caldear el ambiente, y en un momento determinado, sin que nadie se parara a medir las consecuencias que ello podía acarrearnos, conocida la predisposición negativa del sultán frente a Saqundah, decidimos marchar hacia palacio, con la utópica idea de reclamar al pie de sus murallas una mejora de nuestras condiciones de vida, que los tributos y las continuas vejaciones dejaran de diezmarnos, que de una vez por todas se nos empezara a considerar ciudadanos y cordobeses en toda regla, con los mismos derechos y obligaciones que los Omeyas y quienes, interesadamente, les bailaban el agua.

En el primer envite estuvimos a punto de conseguirlo. Nos ayudó la sorpresa, el número y la osadía; pero no contábamos con la reacción del emir, que inicialmente se limitó a mandar contra nosotros la caballería, convencido de que echaríamos a correr apenas la vislumbráramos. Su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que le hacíamos frente, obligándola a batirse en retirada. En realidad, un simple sobresalto para él y una falsa ilusión para nosotros… Consciente de sus excesos, Al Hakam sabía desde hacía más de una década que aquel momento llegaría, y estaba preparado. Apenas le llegaron noticias de nuestro levantamiento mandó llamar a su lado con urgencia extrema a todos sus leales: tropas, nobles, clientes y esclavos que, bien entrenados desde hacía mucho tiempo para una eventualidad así, rivalizaban entre ellos por mostrarle lealtad y reforzarlo, y eran tantos que, como las moscas, parecían salir hasta de las cloacas. Una vez reunidos, el sultán, acompañado solo de su chambelán y su secretario personal, subió a la terraza más alta del fuerte, sobre la Puerta de la Azuda, a fin de que todos pudiéramos verlo y oírlo, y, con voz de trueno ordenó marchar a muerte y sin piedad contra su propio pueblo. Debió ser poco después cuando, antes de calzarse él mismo la coraza, mandó traer a su criado un frasco de algalia, que derramó pomposamente sobre cabeza y barba. Ante la extrañeza de algunos de los presentes, que preguntaron a su señor las razones de por qué se perfumaba en ocasión tan poco propicia para ello, dicen que el sultán respondió: “¿Cómo, si no, reconocerá el enemigo en caso de que llegue a matarme, cuál es la cabeza de Al Hakam, hijo de Hisam?”. Hasta esos extremos de vanidad y falsa entereza se sentía seguro de su victoria…

*****

Fuimos, de hecho, interceptados en la Puerta del Puente, donde perdieron la vida, a cuchillo, lanza o cimitarra, los más exaltados de quienes me acompañaban. Sus cuerpos, arrojados por los pretiles al río, se vieron de esta forma privados de la preceptiva sepultura; una infamia en toda regla, que encrespó todavía más los ánimos, aun cuando empezaba a estar claro que la situación se volvía en nuestra contra y amenazaba con convertirse en una carnicería.

En efecto, un nutrido grupo de jinetes e infantes al mando, entre otros, de Ubaydallah, hijo de Abdallah “el Valenciano”, primo del emir Al Hakam y apodado “el de las aceifas”, e Ishaq b. Almundir Alqurasi, que se contaban entre sus mejores alcaides, se dirigieron subrepticiamente desde el Alcázar al otro lado de la ciudad, de la que salieron por la recién inaugurada Puerta Nueva, y, aprovechando los vados, cruzaron el río unos por la Almozara y otros por el Arenal hacia el Muladar de los Madereros, donde se les juntaron nuevas tropas (algunas de ellas llegadas desde coras cercanas), y nos sorprendieron por la retaguardia, envolviéndonos.

Simultáneamente, Abdallah Almarwani, con otro grupo numeroso de hombres, atacó el propio arrabal, entró en nuestras casas, que empezó a saquear e incendiar, y mató a muchos de sus habitantes, incluidas mujeres y niños a pesar de la supuesta indulgencia -más teórica que real, más fingida que asumida- decretada por el emir. Sus gritos de terror llegaron nítidamente hasta quienes combatíamos junto a la Puerta del Puente, que intentamos -tarde- volver sobre nuestros pasos para ayudarles, y a partir de ahí el desastre fue absoluto. Almugirah, otro de los generales de Al Hakam, cayó sobre nosotros con violencia extrema, y ya poco pudimos hacer, más que prepararnos para morir, vendiendo de paso cara nuestras vidas, o huir, cobarde, egoísta e ignominiosamente, para escarnio propio por los siglos de los siglos. Muchos de los que huyeron perecerían de todas formas allí mismo, tras ser pasados a cuchillo por la gente de Ubaydallah.

En mi defensa sólo puedo decir que, si bien luchamos con el coraje que presta la desesperación, cuando no hay alternativa es difícil sujetar las piernas. El instinto de supervivencia se impone, y hasta el más templado puede flaquear cuando una pica tras otra le buscan la garganta. Poco antes había conseguido escabullirme hacia el interior del arrabal, y cuando vi mi casa envuelta en llamas, llamé a mi mujer y mis hijos sin obtener respuesta, comprobé, estupefacto, la magnitud de lo que estaba ocurriendo…, supe que era el llegado el momento de, por lo menos, ponerme a salvo. Tal vez más adelante habría alguna posibilidad de venganza.

Aterrorizados hasta la locura, quienes habíamos protagonizado una revuelta que de tal no tenía sino clamor por los que considerábamos nuestra patria, nuestra estima y nuestro sustento, escapamos como ratas, sin dignidad ni nobleza, impelidos sólo por el miedo. Cambiamos así una muerte gloriosa por una vida indigna. Quizá porque la soberbia es ciega, o, mejor aún, porque la ignorancia y la inconsciencia son la madre de todo atrevimiento, mantuvimos la ingenuidad hasta el último instante. Acertó así en sus pronósticos Sabrit, “El Oscense”, un valiente guerrero preso a la sazón en las cárceles del sultán cuando se inició la revuelta, que, según trascendió luego, comentó en voz alta al escuchar el tumulto y percibir su dimensión: “¡Vaya ganado, si tuviera pastor! Ya los veo despedazados…”. Tal vez, de estar libre, su guía y su clarividencia nos hubieran sido de algún provecho, pero en prisión como se encontraba sólo le sirvieron a él para perder la vida, crucificado con el resto. Al Hakam no se distinguía precisamente por perdonar a quienes osaban enfrentársele o cuestionar su autoridad.

*****

Supongo que, en el fondo, todos lo esperábamos, pero aun así su saña nos sorprendió, añadiendo mayor dolor al desgarro inconsolable de la derrota: la represión de al Hakam I fue tan feroz que, tras sofocar la revuelta, crucificó a trescientos de los levantiscos más destacados cuya cabeza no le había sido entregada aún clavada en una lanza, colocándolos en línea con el río entre la Puerta del Puente y La Almozara (yo no sería apresado hasta el día siguiente); saqueó lo que de algún valor quedaba en el arrabal -que, según cuentan, guarda en varios almacenes-, arrasó el caserío a nivel de cimientos transformándolo en tierra de labor, e hizo sembrar la zona de sal, con la orden expresa a sus herederos, en forma de legado testamentario, de que nunca más se volviera a instalar allí ser humano alguno. Tampoco se olvidó de quienes nos habían apoyado desde la medina, cuyas casas fueron igualmente borradas de la faz de la tierra. Se encargó de las demoliciones el gobernador de los dimmíes y alcaide especial de los “mudos”, la guardia especial de esclavos -heredados en su mayoría del emir Hisam, padre de Al Hakam, que los había recibido como parte del botín de Narbona-, conocidos de esta manera por ser extranjeros y no hablar nuestra lengua. Tras la revuelta, acabarían manumitidos y beneficiados con numerosas propiedades.

La represión duró tres días con sus respectivas noches. Terminó con un decreto del emir por el que se interrumpían las matanzas, se dejaba de perseguir a los fugados, y se concedía el perdón, con la condición de que los supervivientes, presos ya o no, abandonáramos sin más dilación al-Andalus. Dicho de otra manera: nos mandó deportar, con premura y para siempre. Fuimos, así, dispersados por las coras más alejadas de al-Andalus (muchos eligieron Toledo por su resistencia bien conocida a las políticas del emir) y buena parte del Mediterráneo, en particular las riberas de Berbería, en la costa norte de África; Fez, donde crearon otra Suqundah, y Alejandría, a la que llegamos en masa unos quince mil. Los alejandrinos no nos lo pusieron fácil, pero finalmente logramos imponer por la fuerza nuestro criterio; hasta hace sólo unos meses, cuando el gobernador de los abasíes nos ha ofrecido salir de Egipto con cierta dignidad, ofreciéndonos a cambio una isla. Si Dios no lo remedia, dentro de poco acabaremos todos en Creta, abandonada hace poco por los griegos pero aún, parcialmente, en poder de los bizantinos; de nuevo, con la patria en los morrales.

Desde que Al Hakam ordenó que el arrabal quedara maldito, me consta que su mandato ha sido cumplido a rajatabla, temerosos nuestros antiguos paisanos de que los incidentes puedan repetirse. Por mi parte, sólo espero que la leyenda perdure como una marca indeleble en el inconsciente colectivo de muchas, muchas generaciones de cordobeses. No deberían olvidar nunca el arrojo de unas gentes que, espoleadas por el hambre y las humillaciones, prefirieron perder casa y cuna -cuando no la misma vida-, en defensa de su honor y de sus ideales. No transmitió, sin embargo, esta idea el emir a la historia, si hemos de juzgar por el parte de su victoria que envió a cada una de las coras de al-Andalus, en el que atribuía su victoria a que Dios estaba de su parte, o los versos, bien acomodados a su conciencia, que compuso inspirado por los hechos:

He lañado las grietas de la tierra empujando con la espada;

ya antes reconcilié gentes desde que era mozo.

pregunta a mis fronteras, y si queda en ellas hoy brecha,

allí correré enlorigado blandiendo la espada;

pregunta en campo abierto a ciertos cráneos,

resplandecientes como frutos de coloquíntida,

y te dirán que en combatirles no fui

remiso, y ya antes me batía con espada,

y que cuando se apartaron de beber la muerte,

yo no fui de los que la esquivan, sin tragarla.

Protegí mi honor y legitimé matarlos,

que quien no se protege queda vil y sometido,

y cuando nos escanciamos las copas de nuestra guerra,

nosotros les servimos una de penetrante muerte.

No hice sino devolverles cumplida la medida prestada,

hallaron el final destino al que estaban predestinados.

Este es mi país, al que he allanado,

sin dejar en él ningún competidor1.

Hoy, por el contrario, tras hacerse cada vez más inaccesible al pueblo, yace enfermo y atormentado por los remordimientos, bien consciente él mismo de la barbarie sin cuento que aplicó contra su propia gente. Sólo espero que Allah, cuando lo reciba en su seno (ojala sea pronto…), le pida cumplida cuenta de lo realizado y pueda así, por fin, pagar eternamente sus culpas.

*****

Además de mi alma, mi sudor y buena parte de mi sangre, dejé en Qurtuba a toda mi familia, nutriendo a su pesar la tierra ubérrima que un día les dio el hálito, por la que vivieron, lucharon y también perecieron. Hoy se conoce aquello como el Cementerio de los Santos, donde yacen con la austeridad que requiere la doctrina malikí, oficial en la capital del emirato y que nosotros profesamos de forma convencida.

Fue la particular venganza de quienes pensaron, acertadamente, que de esa forma prolongarían la muerte de los que sobrevivimos, entre estertores de melancolía. Por eso, maldigo cada mañana que amanezco en esta hermosa bahía perfumada de esencias de Oriente, en la que una vez el gran Alejandro soñó, falazmente, vencer al tiempo. Fui un cobarde por no haber tenido el valor que ellos derrocharon, por no haber ofrecido mi cuello voluntariamente al filo de la cimitarra, mi garganta a la pica, mi nuca con mansedumbre al verdugo como hacen los perros antes de ser ahorcados, para así descansar a su costado, por fin y para siempre. Y es que sólo el dolor de la ausencia supera, con mucho, al del desarraigo. ¿Cómo, pues, percibir la transparencia del agua, la luz reconfortante del faro, el rumor familiar del gentío, si los padezco ambos, si abro los ojos cada día con el único objetivo de volver a sus orillas, como hace siempre el río que la nutre y la atraviesa…?

Me faltan tu luz y tu arrullo;

sueño, enervado, el perfil de tu boca;

añoro, cual náufrago,

la cal alba de tus huesos blancos,

el añil índigo de tu cielo quieto,

la febril calima de tu estío incandescente,

los higos tiernos de tu otoño báquico,

la oliva argéntea de tu suave invierno.

Jardín de las Hespérides,

manzana del árbol prohibido,

linterna de Diógenes,

Saturno que devora, brutal, a sus hijos,

novia del Tiempo,

fugitiva de Céfiro,

musa de Talía,

bracera indómita,

paloma metropolitana,

carnal, sutil, epicúrea…

Como Hércules, robaría los bueyes de Gerión

con tal de reposar en una de tus cárceles;

expondría mi cuello de Medusa a la espada de Perseo

si la muerte fuera el precio para respirarte;

dormiría a pierna suelta en los brazos de Hypnos,

aun consciente de que lo suplantó Thánatos;

robaría sus ojos a las plumas del pavo real

para vestirme de noche y cortejarte,

y besar, silente, a la luz de la aurora,

los pechos cárdenos y enhiestos

de tu sierra.

Tanto te echo de menos, Qurtuba;

mi Qurtuba…;

como el mar, siempre la misma, siempre diferente…

Por si acaso, traje conmigo las llaves de mi casa. Su tacto en el bolsillo me ayuda a soñar.

1 Ibn Hayyan, Muqtabis II-1, Zaragoza 2001 (Eds. M.A. Makki y F. Corriente), p. 59.